El ambientalismo en la encrucijada

Queridos amigotes ecologistas; 

El artículo a continuación lo publiqué en Claridad en agosto de 1995.  Hice unas pocas modificaciones, pero el texto es casi el mismo. Al leer de nuevo la parte del artículo en la que expreso escepticismo acerca de la efectividad de la litigación ambiental como arma para proteger el ambiente, me doy cuenta de lo mucho que he visto y aprendido desde entonces. En los tres años que han pasado, he visto las luchas legales de los ecologistas boricuas contra proyectos destructivos como el mentado supertubo y la planta carbonera de AES.

Claro, en los tribunales no se gana siempre, pero es un campo de batalla muy importante. Si los ambientalistas fueran inefectivos en la corte, el representante Misla Aldarondo, el bufete Fiddler González y la Asociación de Industriales no hubieran tratado de empujarnos el nefasto proyecto de ley #1581.  

-CARMELO / 31 de agosto de 1998

  

LOSING GROUND: AMERICAN ENVIRONMENTALISM AT THE END OF THE TWENTIETH CENTURY (MIT Press, 1995)

Reseña escrita por Carmelo Ruiz Marrero

CLARIDAD, 18 de agosto de 1995

Estamos viviendo en tiempos contrarrevolucionarios. Fuerzas progresistas que una vez lucharon valientemente contra la represión y el privilegio injustificado de unos pocos ahora están haciendo concesiones escandalosas y hasta cobardes. Este es uno de los peores momentos históricos para uno vender sus principios, ya que la militancia y solidaridad son hoy más necesarias que nunca para hacerle frente a los abusos de las corporaciones transnacionales, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y para contrarrestar la ofensiva fascista y reaccionaria que está haciendo auge en las naciones dizque 'civilizadas' de Norteamérica y Europa.

En lugar de tomar la iniciativa, las organizaciones y partidos de vanguardia parecen estar en un marasmo postmodernista. Dos facciones del FMLN salvadoreño están hablando de socialismo de mercado, mientras que la emisora guerrillera Radio Venceremos ahora tiene una programación casi idéntica a la de KQ105. El candidato presidencial izquierdista brasileño Lula se movió hacia el mainstream político en las últimas elecciones, perdiendo así el voto de la clase trabajadora y las elecciones. Los maravillosos liberales que pelearon contra los regímenes comunistas en Europa Oriental ahora han resultado ser en su mayoría o neoliberales de línea dura o nacionalistas étnicos de tipo xenofóbico. Y por ahí anda Mikhail Gorbachev, quien es ahora un patético ex-socialista autoflagelador. ¿Y los demócratas de Estados Unidos, capitaneados por el saxofonista liberal Bill Clinton y el "ecologista" Al Gore? Ellos se movieron tan a la derecha que desmoralizaron al electorado progresista y así hicieron posible la victoria republicana en los comicios electorales del noviembre pasado (1994).

El movimiento ecologista desafortunadamente no ha sido inmune a esta deplorable tendencia. Los jefes de los principales grupos ambientalistas estadounidenses, en lugar de confrontar y combatir los contaminadores industriales se la pasan coqueteando con ellos, mientras que ignoran el sufrimiento de aquellas comunidades afectadas por deshechos tóxicos u otros contaminantes. Jay Hair, quien fue hasta hace poco presidente del National Wildlife Federation (NWF), dijo una vez que los argumentos de los ecologistas "deben ser traducidos a ganancias, productividad e incentivos económicos para las industrias". El señor Hair, quien como presidente del NWF hacía $250,000 al año y viajaba en limosina, cree fielmente que "extendiéndole la mano al mundo de los negocios y reclutando la perseverancia empresarial, las destrezas comprobadas y el enlightened self-interest del sector privado" se resolverán nuestros problemas ambientales. En otras palabras, dejemos que los empresarios hagan lo que les de la gana y la crisis ambiental será resuelta.

Encima de todo esto, ese gran baluarte del status quo conocido como la 'prensa libre' dispone de una tropa de reporteros "ambientales" mercenarios y leales a las prerrogativas empresariales. Me refiero a desinformadores (no hay otra palabra) como Keith Schneider del New York Times, Boyce Rensberger del Washington Post y Greg Easterbrook del Wall Street Journal, y de los editoriales del San Juan Star y del Caribbean Business ni hablar. Estos personeros no son abiertamente antiecologistas, pero elogian a los grupos ambientales que se doblegan ante el poder supremo del dólar (como el World Wildlife Fund y Wilderness Society) y difaman a aquellos ecologistas que no venden sus principios (como Greenpeace).

Por estas razones es verdaderamente alentador y refrescante leer Losing Ground: American Environmentalism at the Close of the Twentieth Century (MIT Press, 1995) de Mark Dowie. El señor Dowie, quien fue una vez editor de la revista progresista Mother Jones, afirma en su libro que los grupos ambientalistas que adoptan posturas entreguistas y concesionarias acabarán como reliquias irrelevantes, mientras que los grupos de base les pasarán por encima y serán la vanguardia ecologista del siglo 21.

Una de las tendencias del movimiento ambientalista que Dowie critica elocuentemente es su énfasis excesivo en luchas legales. La idea de usar litigación para lograr victorias ambientales se remonta a las postrimerías de la década de los 60, cuando estudiantes de derecho como Victor Yannacone y J. Gustave Speth fueron inspirados por los movimientos de protesta de la época.

Yannacone, veterano de la batalla legal de los vecinos de Long Island para ponerle fin al uso del plaguicida tóxico DDT para exterminar mosquitos, quería usar el derecho como arma para detener la destrucción ambiental. A la Fundación Ford le gustó la idea y en 1967 le dió a Yannacone una suma de dinero para que éste formara una firma legal para el medio ambiente, y así nació el Environmental Defense Fund (EDF).

Para esa misma época, J. Gustave Speth, estudiante de derecho en Yale, había creado una organización similar llamada Legal Environmental Assistance Fund. La Fundación Ford le ofreció apoyo financiero a Speth a cambio de que se uniera a dos abogados republicanos conservadores de Wall Street que recientemente habían ganado un caso ambiental contra la compañía eléctrica Consolidated Edison. El motivo de la fundación fue probablemente el neutralizar las tendencias radicales de Speth y sus colegas. Speth aceptó la condición de la Fundación Ford y poco después el empresario-filántropo Laurance Rockefeller (dueño de Eastern Airlines) se unió al grupo, naciendo así el Natural Resources Defense Council. En 1970 la Fundación Ford dió financiamiento para la formación de un tercer bufete ambiental, el Sierra Club Legal Defense Fund. En los años siguientes las escuelas de derecho comenzaron a ofrecer cursos sobre derecho ambiental y aparecieron escuelas especializadas como el Environmental Law Institute.

Al principio el uso de la corte como campo de batalla contra los contaminadores del ambiente funcionó de maravilla. Los abogados activistas lograron varias victorias espectaculares, y a la misma vez los síndicos de las grandes fundaciones vieron en la litigación ambiental un arma de propaganda contra los críticos del capitalismo: que el activismo puede ser exitoso dentro del contexto de una sociedad capitalista. En otras palabras, olvídense de la revolución y mejor dedíquense a la litigación. Yannacone no lo veía de ese modo y por eso se metió en problemas con la Fundación Ford. El era visto como demasiado confrontacional y combativo. Peor aún, como dice Dowie, Yannacone y otros como él eran "demasiado exitosos [en sus casos] contra compañías asociadas con los síndicos de fundaciones" que los financiaban.

Debido a estas razones, Yannacone fue despedido del EDF, y la Fundación Ford tomó pasos para evitar que la litigación se convirtiera en un arma de doble filo. Dowie dice que en los próximos años "todos los casos considerados por firmas legales ambientales financiadas por [la fundación] Ford tuvieron que ser evaluados por... un comité compuesto por [cinco] ex-presidentes del American Bar Association. Además, se le requirió a EDF formar...su propio comité bipartidista para evaluar litigación".

Otro problema de la litigación ambiental que Dowie enfatiza es que cuando las luchas ambientales son trasladadas de la calle a la corte se pierde la democracia popular. En primer lugar, traer un caso a la corte cuesta un fracatán de dinero, lo cual garantiza que la clase trabajadora sólo podrá entrar a la corte si encuentra financiamiento de vehículos de la clase dominante como las grandes fundaciones.

Segundo, el proceso legal está diseñado de manera tal que los únicos actores son los abogados, mientras que la ciudadanía afectada por las injusticias ambientales es reducida al rol de espectador. Dowie señala dos factores que están reduciendo la efectividad de la litigación ambiental. En primer lugar, las administraciones Reagan y Bush nombraron a más de la mitad de los jueces en las cortes federales de distrito, cortes de apelación y la corte suprema. Estos jueces son unos reaccionarios que no han desperdiciado ninguna oportunidad para atacar a los ecologistas y las regulaciones ambientales. En segundo lugar, la mayoría de los estudiantes de derecho que hacen su concentración en derecho ambiental se van a trabajar para las corporaciones contaminadoras.

Ningún libro sobre las fallas del movimiento ambiental puede estar completo sin una discusión de cómo las corporaciones están corrompiendo y sobornado a numerosos grupos ambientales. Dowie discute el fenómeno en toda su obscenidad. El World Wildlife Fund, por ejemplo es agresivo en su búsqueda de donaciones corporativas. Un folleto de esta organización le ofrece a las corporaciones ayuda en sus planes de mercadeo, específicamente "new product launches, corporate awareness, new business contacts [and] brand loyalty". El National Wildlife Federation tiene un Corporate Conservation Council (CCC) que tiene entre sus miembros a delincuentes ambientales como Du Pont, Monsanto y ARCO. Las corporaciones pagan $10,000 al año para ingresar al CCC y así sus ejecutivos pueden "asistir a seminarios ambientales y hacer field trips a lugares de interés ambiental". Por supuesto, para las compañías el beneficio más grande es el caché de estar asociadas con una organización ambientalista.

La corporación Waste Management (WMX), cuya lista de crímenes ambientales y de cuello blanco no cabría en una edición entera de Claridad, da dinero a agrupaciones ambientalistas como World Resources Institute, World Wildlife Fund, National Audubon Society (la cual tiene al presidente de WMX en su junta directiva) y National Wildlife Federation (la cual tiene al ejecutivo en jefe de WMX en su junta).  

Dowie dice que "otro favorito de los filántropos corporativos es Resources for the Future", grupo que desde los años 50 ha estado promoviendo la búsqueda de soluciones tecnológicas para la crisis ambiental. Esta organización no está envuelta en activismo de ningún tipo. En lugar de eso se dedica por completo a hacer investigaciones sobre recursos naturales y calidad ambiental. El RFF usa en su metodología investigativa el análisis de costo-beneficio, el cual le asigna valor monetario a todo, incluyendo el aire, el agua y hasta las vidas humanas. El análisis de costo-beneficio no tiene ninguna validez científica o justificación moral. Al contrario, es una seudociencia que pretende despolitizar la problemática ambiental e invalidar las críticas al status quo político. No les debe sorprender que RFF reciba dinero de corporaciones como Cyanamid, AT&T, Chevron, Du Pont, Exxon, Johnson & Johnson, Texaco, Union Carbide y WMX. 

Los ambientalistas que aceptan dinero de corporaciones contaminadoras insisten en que estas donaciones no afectan de ningún modo sus actividades, pero la evidencia los refuta ampliamente. Dowie cita como buen ejemplo de esto a una agrupación conocida como la Clean Air Coalition (CAC), la cual tuvo un rol nefasto durante las deliberaciones en Washington sobre enmiendas al acta de aire limpio en 1990. Cuando el debate se acabó y las enmiendas fueron aprobadas, éstas redujeron la participación ciudadana en asuntos relacionados con contaminación atmosférica a casi cero y ofrecieron numerosas concesiones a los contaminadores. Resulta que los miembros del CAC incluyeron a nada menos que al Sierra Club, Natural Resources Defense Council, Environmental Defense Fund y National Wildlife Federation.  ¡Con amigos como estos...!

Otro ejemplo fue la Superfund Coalition, compuesta por firmas como Dow Chemical, Du Pont, Monsanto, General Electric, Union Carbide y compañías de seguros como Cigna, Hartford y Aetna. Esta coalición tuvo el propósito de destruir la ley Superfondo, la cual le impone a los contaminadores la obligación de pagar por la limpieza de los desperdicios tóxicos que ellos producen. Los grupos ambientales que mencioné anteriormente fueron invitados a unirse pero afortunadamente rechazaron la oferta. Pero hubo un grupo que sí se unió: el Conservation Foundation, grupo conservacionista fundado por Laurance Rockefeller. "Eso es todo lo que la coalición necesitaba", dice Dowie, una sola organización ambiental prestigiosa para darle un sello de goma a la misión antiecologista del Superfund Coalition. El entonces jefe del Conservation Foundation, William Reilly, fue nombrado jefe de la agencia de protección ambiental (EPA) por la administración Bush. Ahora Reilly está en la junta de directores de Du Pont, corporación destructora de la capa de ozono. 

Todo este comportamiento escandaloso por parte de individuos y organizaciones que se supone que velen por el medio ambiente requiere de un vehículo intelectual e ideológico para darle prestigio y credibilidad a lo que de otro modo sería inaceptable y repugnante. De esta necesidad surge el ambientalismo de tercera ola, término inspirado por los escritos del futuroide Alvin Toffler. Este tipo de activismo ambiental repudia las movilizaciones populares y la democracia de base y favorece en su lugar los avances tecnológicos y el libre mercado como instrumentos para salvar el ambiente. El vocabulario de los ambientalistas de tercera ola, entre cuyos partidarios figuran los líderes del Environmental Defense Fund, incluye expresiones como: incentivos de mercado, manejo basado en demanda, optimismo tecnológico, diálogo constructivo y flexibilidad regulatoria.

 Dowie demuestra de manera contundente que el ambientalismo de tercera ola es un fenómeno aberrante que amenaza con hacer de la contaminación ambiental una actividad moralmente aceptable y deslegitimar a los grupos de base que luchan sin tregua contra los enemigos del medio ambiente. El autor resalta la amnesia histórica de los ecologistas neoliberales: "No fue el libre mercado lo que hizo que los refinadores de petróleo sacaran el plomo de la gasolina o lo que hizo que los fabricantes de carros instalaran los convertidores catalíticos que redujeron las emisiones de plomo y azufre en un noventa porciento".  Al contrario, los intereses industriales combatieron esos cambios y fueron regulaciones federales lo que los forzó a implementarlos. "Si se hubiera dejado el asunto en sus manos, es muy improbable que la industria automotriz hubiera encontrado los incentivos económicos para reducir las emisiones de contaminantes atmosféricos".

A pesar de lo deprimente que parece ser el libro, Dowie dice que el rescate del medio ambiente vendrá de lo que él llama la cuarta ola del ambientalismo. Esta cuarta ola está compuesta por un sinnúmero de vertientes, las cuales incluyen el movimiento de justicia ambiental de Estados Unidos. Este movimiento ecologista y anti-racista ha presentado una oposición formidable al establecimiento de vertederos tóxicos e incineradores en comunidades de latinos inmigrantes, vecindarios de negros y reservaciones indígenas. Dowie ubica en la cuarta ola también a: grupos radicales como Earth First!, los cuales no vacilan en usar la desobediencia civil para detener la tala indiscriminada de los pocos bosques vírgenes que quedan en EE.UU. y Canadá; la filosofía de la ecología social, originada por el eco-anarquista Murray Bookchin, la cual postula que el cuidado del medio ambiente no es compatible con un sistema político y económico que da privilegios a unos pocos; el movimiento bioregionalista, el cual propone que los ecosistemas tengan precedencia sobre el estado nacional; el ecofeminismo, filosofía que busca un acercamiento entre los movimientos feminista y ecologista; los partidos Verdes que existen en por lo menos tres continentes, los cuales están retando a la vieja izquierda y al neoliberalismo; y muchísimos actores más.  

El autor concluye que los principales grupos ambientalistas estadounidenses pueden unirse a la cuarta ola del ambientalismo y ser así verdaderos protagonistas del movimiento de más relevancia política del siglo 21. La otra opción que tienen es quedarse en la tercera ola y perder la poca credibilidad que les queda. La posibilidad de que estas organizaciones hagan lo primero y no lo segundo puede parecer un poco ingenua, pero el mérito de Losing Ground es demostrar lo equivocados que están ciertos ambientalistas al pretender que se puede salvar el ambiente dentro del contexto del status quo político.  

El autor es investigador asociado del Instituto de Ecología Social en Vermont, EE.UU. 

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